A través del diálogo entre fotografía y algo de magia, Chema Madoz, ha conseguido crear un discurso que puede transitar entre el ilusionismo y la poesía. ¿Se trata de un genio de la lente, un creador de propios mundos o un explorador de lo sutil?
En esta ocasión, toca el turno para hablar de uno de los fotógrafos contemporáneos españoles más reconocidos. Junto con García Alix o Isabel Muñoz, ocupa los mejores escaparates: galerías, museos, publicaciones, charlas… está en todos sitios. En los reales y en aquel otro mundo oculto que él nos hace el favor de traer a flote.
Su trabajo podría distinguirse por no fotografiar lo que ve, sino lo que descubre. Podríamos nombrarlo como un poeta que sabe dar vida a su creatividad mediante la imagen. Fotografía construida sería un acercamiento a su obra. Pero al ver su trabajo es muy común que cualquier definición que uno busque quede en escala mínima, como una afirmación de tontos. Lo que si queda claro es que a través de su fotografía la belleza queda perfectamente manifestada. ¿Quieres seguir leyendo?
Chema Madoz, madrileño internacional
A principios del siglo XXI, el trabajo de Chema tenía claro que estaba siendo reconocido en dosificaciones de gran calado. Fue en el año 2000 cuando recibió el Premio Nacional de Fotografía de España y en Houston fue considerado como “Autor Destacado” en el Fotofest. Un año antes, el Centro Gallego de Arte Contemporáneo de Santiago de Compostela ya había montado una gran exposición con todo el trabajo que desarrolló entre 1996 y 1997.
Pero el asunto no termina ahí: el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía configuraba una magna presentación de su arte en “Objetos 1990-1999”. Era la primera retrospectiva realizada a un fotógrafo español en vida que realizaba este importante museo español. Palabras mayores.
El Pompidou también había tomado nota y acogía una exposición de su trabajo, y en el sur de Francia se realizaba una de las retrospectivas más destacadas de su vida durante los Encuentros Internacionales de Fotografía de Arles. Dusseldorf, Barcelona, Estambul, Berlín, Rotterdam, Kazán, Santiago de Chile, Los Ángeles, Florencia… son algunas de las decenas de ciudades que han dado cobijo a su arte durante todos estos años.
José María Rodríguez Madoz nace en la capital española en 1959. A principios de la década de los ochenta cursa Historia del Arte en la Complutense mientras realiza estudios de fotografía en el Centro de Enseñanza de la Imagen. Los finales de esta década van dejando claro que estaba gestándose un mago de la lente: la Real Sociedad Fotográfica de Madrid organiza la primera exposición individual de Chema y la Sala Minerva del Círculo de Bellas Artes de Madrid inaugura en 1988 la programación con la presentación de sus obras. Se acercaba el cambio de década, momento en que su obra comenzaba el escrutinio de lo escondido: su cámara se fijaría en los objetos.
En 1991, el Museo Reina Sofía ya había tomado nota del universo que Chema Madoz estaba conformando. Lo integró a la exposición “Cuatro direcciones: fotografía contemporánea española”.
Pero hasta 1992 Chema trabajaba en el mismo banco donde su padre era un empleado. Incluso fue rehén durante un robo en la sucursal donde se encontraba laborando. Pero el destino sabía que aquellas oficinas no eran el sitio adecuado para el alma que porta este artista y deja atrás aquella vida de banco con la idea de abrir un horizonte de mucha ilusión.
“La fotografía me hace disfrutar”
Una Olympus OM-2 fue con la que comenzó a contar historias. Llegó a sus manos cuando se buscaba un equipo de música. El dinero que tenía destinado para ello finalmente no alcanzaría, así que, se decantó por su segundo amor.
Los primeros momentos de su trabajo, en donde tal vez “lo ocurrido” son el tema principal, fue sustituido paulatinamente por la creación de escenas donde fuera eliminado todo aquello que no aportara algo a la imagen. Uno de los elementos que pronto deshechó de sus composiciones fue la figura humana: “llegué a la conclusión de que el uso que hacía de las personas era muy formal (…) el elemento humano no tenía un gran peso dentro…”
Los objetos pasaban a ser parte sustancial de sus composiciones. Sin embargo las naturalezas muertas no estaban entre sus planes, y tampoco tenía muy claro en aquellos inicios lo que quería transmitir. Simplemente apareció la magia y el vértigo. Se conformó una relación entre los objetos y Chema que no ha parado de dar frutos hasta hoy en día.
Detrás de cámara
El estudio donde trabaja no es aquel lleno de equipo fotográfico que uno espera ver. Más bien se trata de un taller de artesano mezclado con el silencio de un poeta. Los cajones guardan perchas o anzuelos, las repisas dan cobijo a libros, a bustos de sastres. Su taller se encuentra en Galapagar, una pequeña localidad madrileña que roza los 30,00 habitantes, en un espacio que antes se dedicaba más bien a asuntos de granja. Es ahí donde da vida a sus ideas, visiones o diálogos con lo sutil.
No tiene un método concreto para trabajar. En algunos momentos los resultados provienen a partir de la relación que entabla con un objeto y en otros por la simple contemplación. Pero también cabe la posibilidad de que se decante en buscar aquel objeto que defina una sensación en concreto o bien, que se tope cara a cara y solo tenga que realizar el pertinente clic, eso si, previo al dialogo.
La realidad está manipulada, hay truco. Así que la diferencia entre usar un equipo análogo o digital no debería importar en el trabajo de Chema. Gran parte de su obra se ha realizado con una Hasselblad, normalmente con un objetivo 50 mm, pero esto no quiere decir que no utilice la tecnología digital para lograr meter una nube a una jaula de pájaros.
Pero finalmente el “engaño” de su arte no reside en el equipo utilizado. Es la sencillez de su lenguaje la que tergiversa el diálogo, o donde logra evidenciar todo aquello que no vemos y que juega en el ámbito de lo que todos consideramos realidad.
Antes de que todo se convierta en luz y realidad y quede plasmado en película o en pixeles, existe un comienzo que tiene que ver con bocetos, realizados en una libreta, a tinta. Cuando sea el momento en que llegue la solución, esos dibujos serán convertidos en fotografías que luego serán expuestas y vendidas por cantidades que rondan los 3.000 y hasta 16.000 euros. Eso sí, los objetos fotografiados no suelen tener mayor recorrido: aquella cuchara que utilizó para crear una sombra de tenedor es muy posible que se encuentre en el cajón de los cubiertos de su casa.
Para acercarse al orden cotidiano al que Chema Madoz está volcado mediante su poesía visual, puede verse ver el documental “Regar lo escondido”, visitar su rincón de ilusionismo en su propia página web o bien, estar cerca de su trabajo cotidianamente en su Facebook.
Las posibilidades están en la realidad. Sólo hace falta encontrarlas, entablar relación con ellas y concretar la forma en conformaras un discurso, una historia. Se trata, quizás, de aplicar más dosificaciones tipo Hogwarts a la vida diaria, más dosis de Chema en la forma de dialogar con el entorno.