Hace unos días, ojeando un blog de arquitectura, me llamó la atención una imagen: una nube flotando en mitad de una gran sala vacía. Inmediatamente pensé en el mérito de la visión del fotógrafo y en su habilidad con el Photoshop para conseguir una imagen tremendamente simbólica. Cuando leí el pie de foto, mi percepción de la imagen cambió completamente: se trataba de una nube real, creada con humo artificial y perfectamente iluminada para hacerla destacar en el vacío de la sala.
Últimas luces. Kodachrome Basin State Park. Utah, EEUU
Comentando este caso con otros fotógrafos, una opinión común es que cuando uno muestra sus fotos, a poco que algo se salga de lo normal hay que aclarar que no se trata de un montaje digital, y a veces viendo la cara del interlocutor uno diría que no ha quedado nada convencido. Es algo que ocurre con fotos en Internet, pero también con respetables libros de gran formato. Recuerdo un comentario sobre el libro de un amigo fotógrafo: "Me gusta mucho el libro, es una lástima que las fotos estén todas retocadas".
Esto no es algo que podamos achacar a la falta de experiencia de las personas que miran nuestras fotos; nosotros mismos somos incapaces de distinguir si un elemento estaba en la escena en el momento de la toma o fue añadido (o eliminado) durante el procesado digital.
Reflejo de nubes al atardecer. Isla de Skye, Escocia
Procesado y montaje existen desde muchos años antes de la era digital y forman parte del proceso creativo. Con estos procedimientos se han conseguido auténticas obras de arte, fotos memorables, desde los clásicos del blanco y negro como Ansel Adams y Edward Weston hasta montajes digitales en la actualidad que producen escenas sacadas de un sueño.
Sin embargo, muchas veces la línea que separa una escena vista por los ojos del fotógrafo de otra conseguida con procesado digital es demasiado difusa. Conozco fotógrafos de naturaleza que han recorrido lugares remotos, estudiado el momento justo y esperado a veces durante horas para captar en sus cámaras el naranja brillante de las rocas de Utah, el azul turquesa de un lago en Nueva Zelanda o el impresionante brillo del arco iris en Escocia. El resultado son imágenes que documentan la pura belleza del mundo, que captan momentos que pocas personas podrían contemplar de no ser por el trabajo del fotógrafo. Imágenes que inevitablemente son sospechosas de retoque digital, algo penoso para quien hizo la foto, pero también, y mucho más, para quien la mira con los mismos ojos con que miraría un póster de unicornios.
Luz de atardecer sobre White Mountains, California
En la fotografía, y especialmente en la fotografía de naturaleza, podemos preguntarnos si una imagen tiene el mismo valor cuando el turquesa del lago es el que vieron los ojos del fotógrafo, por efímero que fuera ese momento, o cuando es un azul apagado transformado en turquesa por arte de Photoshop. O lo que es lo mismo, si lo único que cuenta es la imagen final o si cabe esa parte documental en la misma. Como espectadores, cada cual tiene su punto de vista. Como fotógrafo, si me viera obligado a dejar de buscar la luz para recrear esos colores en el ordenador, colgaría la cámara mañana mismo.